sábado, octubre 01, 2005

It's the feeling of being alive!

“It's the feeling of being alive!
Filled with evil, but truly alive!
It's the truth that cannot be denied!
It's the feeling of being Edward Hyde!”
-Jekyll & Hyde

“El teatro es un juego en el que hay que engañar
a quienes saben que están siendo engañados”- José María Rodero

El teatro, como sabrán, es de mis aficiones predilectas; pero regresando en el tiempo a mi primera obra de teatro, encuentro difícil entender la razón, pues mi primera experiencia teatral fue algo desastrosa. Era yo muy pequeño cuando mis padres decidieron que era hora de que conociera el teatro. Apenas tenía la edad suficiente como para permanecer sentado sin hacer algún tipo de destrozo por un par de horas. No recuerdo mucho de esa vez, pero sé que en aquellos tiempos no había un Ticketmaster que nos cobrara comisiones absurdas por vendernos boletos y OCESA no dominaba el entretenimiento escénico de calidad en México. Me es difícil decirles qué día de la semana era, pues cuando uno es pequeño, todos los días parecen semejantes. Recuerdo a mi padre presente, por lo que puedo concluir que era un sábado o domingo. Como no recuerdo a la tía que nos acompañaba los domingos, puedo inferir que era un sábado. por la mañana. Recuerdo, también, que mi hermano no estaba presente, por lo que puedo afirmar que yo tenía menos de cuatro años. Elemental, mis queridos lectores (suponiendo que en verdad haya más de una persona interesada en leer esta anécdota). Fuera de esos datos, no puedo ubicar bien el tiempo de mi primera obra de teatro. Aún así, recuerdo ciertos detalles, como mi madre emocionada, esforzándose por que nos viéramos bien, o mi padre guardando los boletos en la bolsa interna de su chamarra, como lo hace con las cosas importantes. La obra seleccionada había sido Blancanieves y los siete enanos y se representaba en el Teatro de los Insurgentes, que queda relativamente cerca de donde vivo. Una vez en el vestíbulo del teatro, decidimos pasar un rato en la dulcería comprando gomitas (el dulce preferido de la familia) y pronto pudimos acceder a nuestros asientos. Un detalle importante que cabe mencionar es que nos tocó los últimos asientos de la fila, es decir, los que estaban justo al lado del pasillo principal que dividía al teatro en dos conjuntos de asientos. Tal vez lo que más me llamó la atención en aquella ocasión fue el telón que cubría todo el escenario. Yo moría de ganas por saber qué había del otro lado y esa tela tan misteriosa, que caía heterogéneamente, apenas rozando el piso del escenario, me impedía ver. Desde entonces, desarrollé un gusto especial por los telones. Ahí radica la razón por la cual sigo siendo fiel a los Cinemex, a pesar de las fallas en su organización y presentación. Imaginen al pequeño, sentado en una butaca, con las piernas colgando, meciéndose con el asiento que se levantaba solito y buscando cualquier pista que pudiera sugerir lo que había detrás del telón. Algo que no entendí en aquella ocasión (y que sigo sin entender) fue la función de las llamadas. Si el boleto dice que empieza a tal hora, ¿cuál es el punto de una voz que esté recordando que la obra va a empezar tarde? Cuando fui a ver al Fantasma a Londres y durante mi infructuosa visita a Broadway, no hubo ningún tipo de llamadas. En Estados Unidos, empezaron a atenuar las luces y todo el público pasó a tomar sus asientos. En Londres, simplemente empezaron la obra en el momento indicado. Pasada la tercera llamada y una vez empezada la obra, no hubo gran problema. Había una hermosa escenografía y las canciones eran adecuadas para un pequeñín como yo. El inicio transcurrió sin incidentes. El problema llegó cuando el cazador apareció por detrás del público gritando quién sabe qué cosas, acercándose a toda velocidad hacia el escenario, amenazando a Blancanieves con un cuchillo. Ante la estruendosa aparición del cazador, el pequeño Ruy, antes de averiguar el origen del alboroto, decidió correr por su vida. Se bajó del asiento y, con lágrimas en los ojos, corrió por el pasillo, en dirección opuesta que el cazador y hacia el vestíbulo principal. Apenas pudo escuchar la risa que había provocado en el resto del auditorio, se volvió y miró a su padre, rojo como la manzana de Blancanieves, incorporándose de su asiento, corriendo a ver qué había sucedido con el pequeño Ruy. Sé que el actor que interpretó al cazador y la actriz que interpretó a Blancanieves en esa ocasión recordarán por el resto de sus días al niño que corrió por su vida, ante la amenaza de un personaje ficticio.
A pesar de esa mala experiencia, el pequeño Ruy creció admirando el teatro e, incluso, participó en la obra escolar de su preparatoria. Su principal afición fueron las obras musicales y parece ser que así seguirá siendo por mucho tiempo.
El domingo pasado, mi hermano me pidió que lo acompañara al teatro, pues su maestra de Ética prometió una cuantiosa bonificación a quien presentara el boleto de la obra con su respectivo reporte. Gustoso, accedí, a pesar del trabajo que tenía pendiente para el lunes. Mi hermano compró los boletos y, al verlos, el título llamó mi atención. Sobre el holograma de Ticketmaster, el título decía

YO ES OTRO SINCERAMENTE
HENRY JEKYLL.

De todo eso, sólo el nombre de Henry Jekyll cobró sentido en mi mente, siendo éste un gran personaje de Robert Louis Stevenson, hasta cierto punto parecido al Fantasma. A partir de ese libro, empecé a interesarme con las personalidades múltiples (y creo que ha sido lo único que me ha llamado la atención de la Psicología). Entré a Internet y a través del viejo amigo, Google, busqué el título, para encontrarme que ciertas faltas de puntuación aclaraban el título, que, originalmente, se leía:

YO ES OTRO
(SINCERAMENTE, HENRY JEKYLL)

Todo cobraba sentido, pues las palabras de Rimbaud (“yo es otro”) se aplicaban a la perfección al personaje de Stevenson. Se trata de una obra establecida en la época victoriana (una de mis favoritas) y que trata acerca de la doble personalidad del Dr. Jekyll y de cómo los crímenes de Edward Hyde empiezan a confundirse con los de otro personaje inolvidable: Jack el Destripador. Me maravilló la trama de la obra y, como suele sucederme en este tipo de casos, me impacienté demasiado rápido por verla.
Llegamos al teatro después de una breve perdida alrededor de Campo Marte y el Auditorio Nacional. Estacionamos el automóvil y buscamos el teatro El Granero. Una indicación bastó para que lo encontráramos. En lo que esperamos a que abrieran, compramos gomitas como lo habíamos hecho tanto tiempo atrás en Blancanieves. Había una pareja de la tercera edad, esperando con nosotros y leyendo los afiches que sobresalían a través de los vidrios que daban a la entrada. Finalmente, a escasos quince minutos de lo establecido en el boleto como inicio de la función, nos dejaron entrar y nos pidieron que pacientemente esperáramos en el vestíbulo hasta que dieran la primera llamada. Eso sólo podía significar una cosa: la función empezaría tarde. Había butacas rodeando el teatro y mi hermano y yo decidimos tomar asiento. Tomamos un tríptico con información acerca de la obra y, mirando el reloj cada minuto, nos dispusimos a esperar. La impaciencia volvió a ganar sobre mi templanza y decidí incorporarme y leer las placas de las obras que habían estado en ese teatro. La mayoría, eran obras que habían pasado al anonimato. Sólo reconocí la obra de Samuel Becket (sí, como el de Quantum Leap) titulada Esperando a Godot, obra que había leído en la preparatoria para la clase de Ética.
En eso, anunciaron la primera llamada y toda la gente que había estado esperando con nosotros, entró al auditorio. Una vez adentro, nos dimos cuenta de porqué lo habían nombrado El Granero. Era un cuarto cuadrado, con paredes de madera. Había butacas en tres de los cuatro lados y el último lado alojaba la escenografía. Una manta pintada con varias manchas de colores obscuros colgaba al centro, dos puertas a los lados, dos plataformas –una representando un laboratorio y otra una habitación- y al centro, cuatro sillas y una mesita. Mi hermano se había emocionado bastante por el hecho de que había conseguido asientos en la cuarta fila. Posiblemente, lo que nunca se imaginó fue que sólo había cuatro filas en un teatro tan pequeño. Aparte, nos tocó estar contra una pared que hacía un ruido horrible a cada movimiento, por más pequeño que fuese. Tuve tiempo suficiente para burlarme lo suficiente de él. Para mi desgracia, no había telón pero es algo con lo que he aprendido a vivir en mis visitas al teatro. Estuvimos un rato, esperando las llamadas, cuando unos personajes de lo más singulares entraron y se sentaron a unos cuantos metros de donde estábamos. El primer personaje era una adolescente de unos dieciocho años, vestida con una chamarra roja, con un exceso de maquillaje rojo y el cabello estaba dividido en tres secciones: la parte más alta era roja, una franja amarilla cruzaba su cabeza justo arriba de sus orejas y el resto de su cabello era castaño obscuro. Era una persona que, definitivamente, no pasaría desapercibida bajo ninguna circunstancia. Aún así, junto a su acompañante, ella pudo haber sido cualquier persona. Se trataba de un hombre de si acaso unos 18 años, vestido de mujer. Al igual que ella, venía vestido de rojo, con un saco como los que antes compraba mi mamá, con una falda de color rojo Moulin-Rouge, medias rojas, el cabello esponjado, llevaba una bolsa y se comportaba como si quisiera hacer que las mujeres presentes se sintieran poco femeninas.
Pronto, se dio la tercera llamada y apareció el actor que representaba al Dr. Jekyll. Empezó con un monólogo digno del teatro de Lope de Vega. La obra fue cansada, sobre todo porque estaba escrita de una manera antigua y anticuada. El reparto estaba mal seleccionado, pues un afamado doctor londinense era un moreno, chaparrito y con una nariz digna y orgullosamente mexicana. Aparte, estoy seguro que ese actor es el responsable de doblar a los narradores en las caricaturas de Disney, pues su voz inconfundible me traía recuerdos de mi infancia y del periodo en mi vida en la que veía televisión. El primer acto pasó sin consecuencias graves. Había suficiente movimiento en el escenario como para mantenernos entretenidos. Lo mejor era la actuación del mayordomo, quien interpretaba un papel doble. Por un lado, era el mayordomo del doctor que habla como narrador de Disney, y por otra parte, era el mayordomo del Dr. Jekyll. Físicamente, cambiaba poco: sólo se ponía y quitaba unos lentes y un chaleco y cambiaba su tono de voz y su actuación; pero la primera vez que apareció con el otro papel, tardé en darme cuenta de que se trataba del mismo actor. En un personaje, interpretaba a un mayordomo metiche y pendiente de las bebidas de los invitados de su amo; en el otro, era un mayordomo distraído, pero fiel al Dr. Jekyll. Fue algo que disfruté bastante. Llegó el intermedio y decidimos salir a estirar las piernas, pues los asientos eran algo incómodos y mi cóccix necesitaba un descanso. Bajamos al vestíbulo y me percaté de que había otro pasillo repleto de placas de obras anteriores. Iba yo muy divertido observando algunos de los títulos de las obras, cuando vi un papel aterrizando cerca de mí. Era un boleto de la obra e inmediatamente después, el travestido se inclinó a recogerlo. No salté por respeto a esa persona, pero mi corazón (ya dañado por tanta cafeína) dio un salto súbito al verlo de nuevo. Ya había yo olvidado su presencia. Él pareció no notar mi presencia. Caminó hacia el baño y surgió un momento decisivo que yo tenía curiosidad por ver: ¿A cuál baño entraría? ¿Al de hombres o al de mujeres? Efectivamente… entró al de mujeres. El portero del teatro notó las caras de extrañeza que pusimos mi hermano y yo y nos dijo que de repente llegaban especimenes así.
Pasados unos minutos, volvimos a nuestros asientos y continuó la obra. Había de repente, proyecciones sobre la manta que colgaba al centro del escenario y siento que la iluminación y la música fueron muy bien seleccionados. Seguían los monólogos cansados, pero ahora habían cobrado un matiz más interesante: los juegos de palabras. Eso me agradó bastante y me pareció adecuado en una obra que trata sobre la sutil línea entre el bien y el mal. Aparecieron escenas desconcertantes, como la de Edward Hyde intentando violar a una prostituta (esto sucedió en la plataforma izquierda, donde había una cama y nosotros, estando en la fila más alta, de ese mismo lado, obtuvimos una excelente vista al voluminoso trasero de esa actriz). El final fue como debió haber sido y siempre me ha motivado mucho el aplaudirles a los actores al final. Es un momento que siempre espero con ansias y sé que los actores también.