viernes, abril 27, 2007

Ocurrencias de los alumnos. Parte V

Ésta fue otra conversación que tuve con un alumno por MSN Messenger. Traté de corregir un poco su ortografía y gramática, pero no hago milagros:

Alumno: Oye, otra cosa. No es por hacerte la barba ni nada. Ni siquiera veas quién soy, pero la verdad, para ser profesor nuevo, con realmente nada de experiencia (digo, segun yo, no?), digo, acabas de salir de la escuela (todavia recuerdo aquellos dias que eras de los de sexto que nos veias feo jaja) eres bueno. Y eso q nos ha tocado estrenar a muchos profesores jaja. Pero bueno, sólo un comentario. Ya m voy a intentar sguir estudiando

Ruy: Muchas gracias. Y sé que no es barba. Pero dime, por qué lo dices.

Alumno: Sí, es en serio. No, pues yo digo porque en comparación de... no sé, no es por poner ejemplos, pero hemos tenido a Dulce, Tony, Arocha, Yara... Todos así como empezando, pero como que no le echaban tantas ganas y, digo, la mitad si no es que sólo Yara ahora que lo peinso, siguen en la escuela, jaja. Ahora sí que parece que es barba, pero no. Yo creo que también como dices que eras bien ñoño, no sé, como que se ve que algo que quieres hacerlo bien. Por lo menos, a mí me parece. Y no sé si te piensas quedar pero seguro que te va ir bien

Ruy: Muchas gracias. Lo que pasa es que me gusta mucho dar clases y me encantan los temas que doy. Tal vez eso influya. Muchas gracias por tu comentario

Alumno: No, de nada. Es en serio. Además, sabes, creo que te van a dar, si no es que ya te han dado, buenas ofertas de trabajo, y pues te vas a ir. No sé, por qué estaba pensando en eso el otro dia. Estábamos platicando lo de trabajar antes de terminar la carrera y eso y pense en eso.

jueves, marzo 15, 2007

La Tía Nina

Al sur de San José, capital de Costa Rica, se encuentra el cantón de Aserrí, que a su vez, se divide en 7 distritos: Aserrí, Tarbaca, Vuelta de Jorco, San Gabriel, Legua, Monterrey y Salitrillos. En cualquier mapa, es relativamente fácil encontrar estos lugares, con la excepción de Vuelta de Jorco. Parece ser que los cartógrafos costarricenses tomaron la decisión de que este pequeño pueblo no merece estar al alcance del turista perdido, del visitante curioso o del público en general. Personalmente y a pesar de esto, Vuelta de Jorco permanece siendo uno de los lugares que más fácil puedo localizar. Se encuentra justo al norte de mis mejores recuerdos, al suroeste de mi nostalgia, al noreste de mi felicidad, al oeste de mi infancia y justo al lado de mi familia.

Recuerdo haber despertado aquella mañana de diciembre de 1986 en el segundo piso de la casa de mis abuelitos. No sé si desperté debido al olor del desayuno recién hecho que provenía de la cocina de la abuela (probablemente, gallo pinto acompañado de huevo revuelto con jamón), o si había abierto los ojos por la humedad que traía la vegetación a la casa de madera donde había crecido mi mamá. Hacía uno de esos fríos que hacen querer acurrucarte entre las cobijas y simplemente disfrutar el momento. Abrí cuidadosamente la ventana y me recargué sobre el pretil, admirando las montañas, la vieja escuela primaria a la que asistían mis primos y reconociendo el olor de los cafetales que rodeaban la casa. Al fondo, podía ver apenas la portería de La Plaza, adonde íbamos a jugar todas las tardes y donde mi tía Guise solía armar una fogata y contaba cuentos de terror.

Escuché pasos presurosos subiendo por las escaleras de madera, hacia la habitación que me habían asignado aquella vez. No tardó en aparecer el rostro de mi primo Manrique. Tenía una sonrisa malévola, de ésas que hacen los niños cuando quieren un cómplice para hacer algo que saben no es del todo apropiado. Algo traía en mente.

–Diay, Rodrigo –dijo, arrastrando las sílabas tónicas, como suelen hacer los costarricenses. Me volví hacia él, me estiré un poco y, antes de que terminara de bostezar, mi primo decidió proseguir con su saludo

–Hale para donde Abuela Socorro –dijo, moviendo los brazos con entusiasmo. La Abuela Socorro es mi bisabuela, una mujer, en verdad, admirable. Siempre he dicho que mi familia es tan grande, que uno puede ir a San José, Costa Rica, cerrar los ojos en pleno Centro, apuntar hacia donde sea, y la persona que se cruce enfrente tiene una gran probabilidad de ser pariente mío. El eje de esa familia tan prolífica es mi Abuela Socorro. Vivía en la parte más baja de Jorco, en una casita de madera y detrás de unos cafetales y plantíos de moras y caña. Todos los domingos, subía a pie por una cuesta que incluso un Jeep se quejaba al intentar subirla. Yo, en lo personal, jamás me atrevía subir esa cuesta caminando. Subía con el único propósito de asistir a misa y comprar cosas en la feria del domingo.

Me incorporé rápidamente, me di una ducha rápida (esa maldita manía de no sentirme bien si no me baño en la mañana viene desde tiempos de mi infancia), me vestí, me puse mi reloj (también la manía de no salir sin reloj data de aquellas épocas), me peiné lo mejor que pude, bajé las escaleras y justo cuando estábamos abriendo la puerta, escuchamos la voz de mi abuelita preguntándonos de manera inquisitiva adónde íbamos.

–Vamos donde Abuela Socorro –respondió Manrique.

–No sin antes desayunar –contraatacó la abuela, en lo que servía los huevos y el gallo pinto en nuestros platos.

Una vez atendido nuestro nuevo contratiempo alimenticio, salimos corriendo de la casa de mis abuelitos y nos dirigimos a casa de mi Tío Rodolfo para que nos llevara a casa de la Abuela Socorro. Habríamos caminado, pero, insisto, la montaña que debíamos bajar era digna de exploradores de la calaña de Indiana Jones, o, al menos, de la tenacidad de mi Abuela Socorro. El Tío Rodolfo accedió gustoso y nos bajó en uno de sus automóviles; digo automóviles porque mi Tío Rodolfo siempre se ha caracterizado por su amplio repertorio de automóviles. No es que sea el millonario del siglo, ni mucho menos, pero se dedica a la compra y venta de coches y en lo que le consigue dueño a un auto, él tiene que estarlo paseando para que la gente lo vea y alguno se enamore de él. Como bien dicen por ahí, de la vista nace el amor. Mi Tío Rodolfo tiene en la vida dos vicios: los autos y las mujeres. Creo que ha tenido tantos autos como mujeres en su vida. Tal vez por eso, a cada automóvil, lo nombra con el nombre de alguna mujer. En esa época, según recuerdo, el carro que nos bajó a la casa de la Abuela Socorro se llamaba Julieta.

Pasamos por varias plantas procesadoras de café, y hacia el fondo, pasando un riachuelo que nunca he sabido su dirección, nacimiento o paradero, encontramos el cercado que rodeaba la parte frontal de una casita de madera. Las paredes estaban pintadas de azul, pero desde hacía mucho tiempo necesitaban un nueva capa de pintura. Bajamos por unas escaleras de piedra y nos sentamos en el barandal de la cerca que daba hacia los plantíos de caña, café y moras. Mi primo sonreía en lo que mecía sus piernas hacia adelante y hacia atrás. Yo trataba de imitarlo, pero aún me preguntaba qué estábamos haciendo ahí. De repente, señaló hacia una de las ventanas laterales de la casa y dijo:

–Vea a Nuria ahí, dormidota. ¡Qué pereza!

Del otro lado de la ventana, se encontraba una niña de cabellos dorados dormida boca arriba, abrazada de un gran oso de peluche. Se encontraba vestida con un vestido blanco con motas rojas y estaba recostada sobre la cama tendida, por lo que supusimos que se había quedado dormida, como solía hacerlo, después de jugar en su casa de muñecas de madera. Solía ser su juguete favorito y nos lo presumía en cada ocasión. Lo habían traído de Alemania y estaba pintada a mano. Era enorme. En aquella época, yo mismo era apenas unos cuantos centímetros más alto que la bendita casa de muñecas. Era tan imponente que nunca hubo otra niña que quisiera jugar con nuestra prima Nuria, por lo que pasaba horas abriendo y cerrando la casa, metiendo y sacando sus muñecas, acomodando los muebles dentro de los distintos cuartos, y aislándose de todo niño que quisiera convivir un poco con ella, incluidos nosotros. Nos parecía, en verdad, una niña detestable. Cuando se acercaba a nosotros, con intensiones de jugar algo, salía su mamá, la llevaba adentro y se pasaba largas horas peinándola. Mi mama decía que el principal orgullo de la mamá de Nuria era presumir el cabello dorado de su hija. En verdad, era hermoso. En ese momento, el cabello se encontraba desparramado hacia el lado izquierdo de su cabeza y caía por la orilla de la cama. Aún así, esparcido alrededor de la cama, brillaba con un tono que envidiaría la misma Barbie. Tal vez, esa perfección la hacía aún más detestable. Era una niña malcriada, envidiosa, presumida... atributos que pueden convertirse en una verdadera migraña infantil. Evidentemente, después crecería de una manera tan perfectamente proporcionada y perfecta, que no tardamos todos los primos en comernos nuestras palabras. Mientras tanto, era la prima que todos odiábamos y que se hacía odiar por toda la población infantil de Vuelta de Jorco, y, quizás, también por algunos miembros de la población adulta.

Mi primo Manrique volvió a sonreír y, bajándose del barandal, me dijo:

–¡Sígame!

Obediente, acepté la invitación. Nos aproximamos a la ventana y escalamos por los tablones rotos que sobresalían bajo el pretil. Abrimos lentamente la ventana y escalamos sobre la superficie de madera. Nos agarramos con cuidado del marco, y saltamos al cuarto de Nuria. Ella seguía sumergida en un sopor rítmico y profundo. Nos acercamos a la cama, sigilosamente. Sabíamos que no podíamos permitir que se despertara. Si lo hacía, gritaría sin parar hasta que llegara su mamá, quien avisaría sin pensarlo dos veces a nuestros padres y llegando a casa, nos esperaría una tunda de aquellas que uno recuerda por el resto de la vida. Sabíamos el riesgo, pero la mente infantil no funciona con los riesgos. Funciona a partir del momento inesperado, siempre dotado de cierto grado de diversión. Nos ocultamos debajo de la cama. No sabía qué pretendía mi primo Manrique, pero, al ser mayor que yo, obtenía cierto beneficio de la duda y yo debía seguir todo lo que él dijera. La infancia también funciona a través de una imitación ciega de todo aquel que uno considera mayor.

Podíamos escuchar cómo respiraba profundamente la niña de los cabellos dorados. De repente, escuchábamos sus movimientos reflejados en los resortes de la cama. Era una de esas camas viejas que aún eran sostenidas por una serie de resortes transversales y que hacían un ruido descomunal cada vez que se movían. Yo moría de miedo con el simple hecho de pensar en Nuria descubriéndonos ahí, en su cuarto, pero mi sentido de aventura, y mi estupidez infantil, me empujaban a seguir los pasos de mi primo.

De repente, Manrique estiró la mano y tomó un pequeño mechón de cabello. Empezó a jugar con él y, sin esperarlo, empezó a enredarlo en los resortes de la cama. Me hizo una señal con la mano izquierda y yo tomé otro mechón y también lo enredé entre los resortes. Así seguimos, enredando pequeñas porciones de su cabello a distintas partes de la cama. Uno a uno, fuimos entretejiendo y enredando, a veces anudando, los mechones de la preciada cabellera de la prima Nuria.

Una vez terminado nuestro trabajo artesanal, corrimos hacia la ventana, la saltamos como los bandidos que éramos y nos fuimos a sentar de nuevo en el barandal que separaba la casa de los plantíos. Esperamos un rato, meciendo de nuevo las piernas, platicando un poco de lo que haríamos en la tarde, pensando en los tíos que podríamos visitar los siguientes días. En ningún momento, nos pusimos a reflexionar acerca de lo que acabábamos de hacer. Al contrario, lo tomamos como algo que alguien debía hacer en algún momento determinado. El momento se había presentado y simplemente sucedió. No sé si fue la falta de experiencia, o la inocencia particular de la edad, pero no nos movimos de ahí. Estábamos los dos, muy contentos, platicando sin ninguna preocupación, justo al lado de la escena del crimen. No se nos ocurrió escondernos, no se nos ocurrió huir. Simplemente queríamos saber qué iba a pasar cuando despertara. Pasaron los minutos y, al cabo de un rato, sucedió: Escuchamos un grito extraordinario, monstruoso, enorme, de desesperación, angustia y terror. El grito sonó por toda la casa y no tardaron los pasos de los adultos extrañados aproximándose al cuarto de Nuria. Fue en el momento en el que decidimos huir.

Saltamos una pequeña cerca y nos adentramos en los plantíos de café. Pasamos por los cafetales que inundaban el aroma de nuestro crimen con un delicioso olor amargo. Corríamos como si nuestra vida dependiera de eso y nos adentramos hacia los plantíos vecinos. Nos metimos en la cosecha de zarzamoras y ahí decidimos parar. Creo que nos ganó el calor particular de la zona y nos sentamos junto a uno de los arbustos de zarzamoras de algún vecino. Estábamos agotados, pero no podíamos parar de reír. Nos imaginábamos a nuestros tíos tratando de sacar los cabellos de Nuria de debajo de la cama. Podíamos ver la cara de desesperación de la niña, pidiendo auxilio, tratando de escapar, pero sin poder mover su cabeza. Reímos tanto que terminamos recostados junto a un arbusto y se nos hizo fácil extender la mano, y comer un poco del fruto, que se encontraba listo para ser recolectado. Comimos de ése y de otros arbustos, hasta hartarnos.

Nos la estábamos pasando pura vida, hasta que se me ocurrió ver el reloj. Habían pasado más de tres horas desde que habíamos salido de casa de la abuela. Nos sorprendimos del paso del tiempo cuando uno se la está pasando bien y decidimos que era hora de volver. Salimos de los plantíos y nos fuimos directo a la estación de buses. En lo que esperábamos, platicamos un poco más de nuestras especulaciones de lo que pudo haber ocurrido cuando llegaron nuestros tíos a ver la atrocidad del cabello de Nuria. Reíamos y reíamos. Una señora que también esperaba el bus nos veía de soslayo y también sonreía. Tal vez conocía a Nuria y pensaba que ya era hora de que alguien hiciera algo así. Quizás, simplemente le entretenía escuchar las travesuras de dos infantes.

Entramos, pagamos nuestro pasaje y nos sentamos a la mitad del bus. Una vez sentados, permanecimos en silencio. El conductor no tardó en arrancar. El bus se movía con tanta piedra de los caminos de tierra que formaban el camino hacia el centro de Vuelta de Jorco. A veces, las ramas de los árboles entraban por las ventanillas superiores y chocaban contra los vidrios. Yo veía por la ventana en lo que avanzábamos, lentamente, de regreso a la casa de los abuelos. Llegamos a un camino bien definido y ahí hizo otra parada. Miré de nuevo por la ventana y vi una figura que invadió mi ser de terror. Se trataba de una figura encorvada que se aproximaba hacia nuestro bus.

–¡La Tía Nina! –exclamé, preocupado, en lo que Manrique se acercaba a la ventanilla y, al ver a la viejecilla subiendo en el bus, puso una cara como la que seguramente estaba poniendo yo. Nos inclinamos en el asiento, para que no nos viera, pero sabíamos que las probabilidades de éxito en esa empresa serían prácticamente nulas.

La Tía Nina era una viejecilla, de cabello totalmente cano, que vestía unos jeans, una camisa a cuadros de manga larga, y unos zapatos cafés que ya habían visto pasar varios años con ella. Traía un cigarrillo en la mano derecha y exhalaba humo en cada palabra que decía.

–¡Diay, papacito rico! –le dijo al conductor en lo que llegaba a pagar su pasaje –Usted tan buenote y yo cada día más deseosa. Apárteme un pedacito, que en cualquier noche le caigo.

Atrás de nosotros, la señora que había esperado el bus con nosotros, sltó una pequeña risilla, pero se controló de inmediato.

–¡Ay, Nina! Conseguite un novio –fue la única respuesta del conductor.

–Eso hago, papacito rico. Pero vos no sabés distinguir la calidá de la chusma.

El conductor decidió ignorar su comentario y Nina siguió caminando hacia su asiento. en lo que hacía esto, empezó a llamar a todo aquél desafortunado ser que se encontrara en el bus.

–¡Diay bombón! ¿Seguís con ese esperpento de mujer con el que te habés casado? -le decía a uno.

–Efraín, papito, hace rato que no venís a tomar café conmigo. Que no te dé pena que me conoces. Ya sabés que estás invitado cuando mejor te convenga –decía, en lo que le guiñaba al pobre y sonrojado Efraín. Nosotros sólo veíamos cómo se acercaba lentamente y veíamos en un futuro no muy lejano, el momento en que nos tocaría a nosotros la humillación.

–Nela, dejá de fastidiar a tu marido y dejámelo un fin de semanita para que veás cómo lo compongo –decía a una mujer que había sido su vecina. La gente parecía no importarle que la viejita estuviera metiéndose con todos. Parecía como si el pueblo hubiera aceptado bien su manera de ser y su personalidad. Finalmente, llegó con nosotros:

–¡Diay papitos! ¿Qué haciendo por aquí? ¿De vagos, verdá? ¡Hale, a trabajar! ¡Hagan algo productivo de sus vidas! Sus papás na'más trabajan sin parar para que ustedes estén gastando su tiempo comiendo moras –dijo, viendo las manchas que teníamos en nuestras playeras–. Aquí me siento con ustedes, para vigilarlos. No me confío de chusmas como ustedes.

Nos recorrió y se sentó junto a nosotros. Inhaló un poco más del humo de su cigarrillo y lo exhaló justo en nuestros rostros. Su voz, ronca y cruda por la vida que había llevado, nos hacía temblar al término de cada sílaba. Se volvió a la señora que estaba sentada atrás de nosotros y dijo:

–Sí, son mis sobrinitos... Alguien tiene que cuidarlos y vigilar que todo marche sobre ruedas. Si no, crecen y se convierten en vándalos. Estos cabezas de chorlito no tienen futuro si no hay una mano firme que los eduque.

Nos miró atentamente, mirando nuestras manchas de nuevo y viendo nuestras expresiones.

–Esa hijueputa'e Nuria gritó como una loca de atar. Y Bora gritando por toda la casa. Y Mario corriendo al cuarto. La única con un poco de sensatez era Socorro. Bonito escándalo causaron –nos miró de nuevo a los ojos, sonrió brevemente y volvió a exhalar humo de tabaco–. Pero esa miona se lo merecía desde hace rato.

Sabía perfectamente que habíamos sido nosotros. No nos regañó; no nos felicitó, tampoco; simplemente aceptó lo que habíamos hecho. No dijo más en el resto del viaje. Llegamos a la estación del centro de Jorco y nos bajamos del bus. La Tía Nina se despidió de todos los conocidos.

–¡Adiós, adiós! Nos vemos en misa –decía, mientras nos tomaba de las manos–. Vengan, chicos. Les voy a mostrar algo.

Caminamos así por la plaza central, pasando la escuela. Caminamos por la carretera que dividía el pueblito en dos. Pasamos cerca de la gasolinería, la papelería, la pulpería y el taller mecánico. Llegamos a un establecimiento pequeño y modesto. Nos detuvimos frente a una de las ventanas y la Tía Nina señaló hacia adentro. Era la estética del pueblo y Nuria se encontraba adentro, junto con la Tía Bora, con el Tío Mario y la Abuela Socorro. La gran cabellera de Nuria, se encontraba esparcida por todo el suelo, iluminando la estética con su brillo. Nuria lloraba como si estuviera perdiendo un brazo o una pierna. Nina reía entre dientes, tosiendo en espacios periódicos.

–Si me preguntan, chicos, diré que estuvieron todo el rato conmigo –y con esas palabras, nos llevó a casa de los abuelos, donde platicó, como en verdad creyendo que fuese verdad, las cosas que hicimos durante toda la tarde con ella. Nunca mencionó a Nuria, ni a Mario, ni a Bora.

La Tía Nina fue un personaje sin igual en la historia de mi familia. Incluso, cuando regresamos más grandes a Costa Rica, nos recibía gustosa en su casa y todo varón que quisiera entrar en su morada, tenía que pasar por el ritual de bienvenida. Nos formábamos todos los hombres y Nina iba pasando con cada uno de nosotros, diciéndonos "papacito rico" y sabroseándonos con sus manos el cuello, la espalda y bajaba las manos hacia donde la espalda pierde su casto nombre, apretaba un poco la parte superior de cada glúteo y se seguía con el siguiente. Todos pasamos por eso, incluso mi papá. Después del ritual de bienvenida, nos sentábamos a platicar con ella y nos contaba de las épocas en las que sus galanes la perseguían y las contaba con tanta alegría que uno podía verla de joven, persiguiendo y acosando a los hombres y a sus amantes. Hace poco, la Tía Nina falleció de cáncer de pulmón y quise escribir esta pequeña historia, producto del conjunto de mis recuerdos, los de mis primos, y los de mi mamá, para honrar su recuerdo y decirle que, dondequiera que esté, sigue estando presente en mis recuerdos, en mi corazón y en mi vida en general. Y dondequiera que esté yo, seguiré siendo su papacito rico incondicional.

REQUIESCAT IN PACE